lunes, 16 de febrero de 2015

CERVANTES Y CORDOBA



Cervantes y Córdoba

Si hay un escenario recurrente para las andanzas del Quijote, éste son las ventas y posadas de los antiguos caminos españoles. Y entre las que aparecen citadas en la novela, la Posada del Potro es una de las que más se repiten, dada la importancia que en su tiempo debió tener como descanso obligado en el viaje entre la recién instalada villa y corte de Madrid y el gran puerto del sur, Sevilla.
Hay dos mosaicos de azulejos en Córdoba que recuerdan las citas de Miguel de Cervantes. Uno lo podemos encontrar en la puerta de Osario, sobre el muro ocre, y es el que se limita a señalar que el autor “mencionó este lugar en sus obras”. El otro, situado en la misma plaza del Potro, no duda en afirmar que Córdoba fue citada “en la mejor novela del mundo”, “El Quijote”. El abolengo cordobés que tenía el escritor, según se afirma en la inscripción de 1917, le venía por parte de padre.
En “El Quijote” se cita la posada del Potro entre aquellas por las que un ventero había pasado en los años de su juventud (Capítulo III, parte primera) y vuelve a mencionarla en parecida situación en el Capítulo XVII. Hace también referencia al Gran Capitán (“renombre famoso y claro y dél solo merecido”) en el Capítulo XXXII, al hablar de una serie de libros valiosos.
Del mismo modo, y durante el “donoso escrutinio” (Capítulo VI) en que el cura y el barbero criban la biblioteca del Quijote, se menciona un libro del jurado cordobés Juan Rufo, “La Austríada”, junto con otros dos de distintos autores, de los cuales afirma el sacerdote:
- “Todos estos tres libros son los mejores que en verso heroico en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España.”
http://puertadeosario.blogspot.com.es/2007/11/cervantes-y-crdoba.html

Había en Córdoba otro loco que tenía por costumbre de traer encima de la cabeza un pedazo de losa de mármol, o un canto no muy liviano, y, en topando algún perro descuidado, se le ponía junto, y a plomo dejaba caer sobre él el peso. Amohinábase el perro y, dando ladridos y aullidos, no paraba en tres calles. Sucedió, pues, que entre los perros que descargó la carga, fue uno un perro de un bonetero, a quien quería mucho su dueño. Bajó el canto, diole en la cabeza, alzó el grito el molido perro, violo y sintiolo su amo, asió de una vara de medir y salió al loco, y no le dejó hueso sano; y cada palo que le daba decía: «Perro ladrón, ¿a mi podenco? ¿No viste, cruel, que era podenco mi perro?» Y, repitiéndole el nombre de podenco muchas veces, envió al loco echo una alheña. Escarmentó el loco y retirose, y en más de un mes no salió a la plaza, al cabo del cual tiempo volvió con su invención y con mas carga. Llegábase donde estaba el perro y, mirándole muy bien de hito en hito y, sin querer ni atreverse a descargar la piedra, decía: «Este es podenco; guarda». En efeto, todos cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos o gozques, decía que eran podencos, y así, no soltó mas el canto. Quizá de esta suerte le podrá acontecer a este historiador, que no se atreverá a soltar mas la presa de su ingenio en libros que, en siendo malos, son mas duros que las peñas.

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